Francisco Umbral (segundo por la derecha), en una tertulia. De izquierda a derecha, Miguel Delibes, Regidor, De la Torre, González, Francisco Umbral y J. Lozano; Emilio Salcedo, en el centro |
Toda gran ciudad, para serlo, necesita grandes escritores que, como los artistas, los intelectuales o los cineastas son los que la hacen grande. En el caso de Madrid, Francisco Umbral ha sido uno de los más destacados. Su obra, como la de pocos novelistas y articulistas, ha situado a nuestra ciudad en lo más alto de las letras españolas de la segunda mitad del siglo XX. Su vinculación a Madrid, más que por el hecho de haber nacido en ella, es fruto de un enamoramiento, de una relación tormentosa en la que el éxtasis convivía con explosiones de genio.
El periodismo, al que dedicó los últimos 50 años de su vida, fue la pasión que le acercó a Madrid. Desde la noche que llegó al café Gijón, Umbral ejemplificó el modelo del madrileño de fuera, el que llega de cualquier lugar de España y se siente madrileño y ejerce como tal desde el primer día.
Es a través de esa profesión como conoce una ciudad en la que, bajo la cultura oficial, convive otra rica, plural y diversa que despunta y despierta en la penumbra de las tertulias, que sacude y rompe los postizos que pesaban sobre Madrid. El tiempo consolida y agranda esa mutua dependencia, pues llega un momento en que Madrid necesita a Umbral para comprenderse a sí misma, y no duda en buscarse en sus crónicas y artículos.
Es así Madrid una musa un tanto peculiar, a la que no le basta con ser fuente de inspiración. También espera la respuesta de su destinatario, la confirmación del encanto que ejerce sobre uno de sus amantes más ardientes, pero también más exigentes. Porque, en sus crónicas, que después de habitar en las páginas más destacadas de muchos diarios, desde 1990 ocupan la última página de El Mundo, aflora algún que otro reproche.
Umbral buscaba historias en una ciudad cuya imagen cosmopolita él mismo contribuyó a construir. Sólo una reflexión despierta, sincera y desposeída de cualquier prejuicio, como era la suya, podía encontrar ese comentario, ese rumor o esa reunión que, tras pasar por su mente, se convertía en un artículo lleno de la esencia de la propia ciudad.
Umbral era un maestro de la alquimia, esa ciencia que transmuta la materia, que él aplicaba en cada una de las frases que dedicaba a esta ciudad. En una ocasión le pedí que viniera al Metro, y allí hizo un discurso cargado de nostalgia acerca de las muchachas “espigaditas y listas” que iban a sus asuntos mientras leían bajo tierra sus columnas, prestando atención, una vez más, al paisaje humano antes que al prodigio técnico. Entonces comprendí que Umbral entendía a la perfección el sentido de lo que estábamos haciendo, y que si el Metro daba para un texto así, lleno de vida, entonces es que íbamos por buen camino.
Con Francisco Umbral muere el último gran cronista de la vida social, cultural y política de Madrid, sobre la cual ha mantenido una mirada constante durante décadas, siempre polémico y nunca indiferente. A pesar de moverse en los ambientes literarios y políticos, la suya nunca fue una crónica oficial, sino viva y crítica, porque, como hizo en 'Los Metales Nocturnos', recorrió el mismo viaje de Max Estrella desde los palacios a los suburbios, y sobre todo porque fue relator de la vida palpitante de los hombres y mujeres que hacen Madrid. Por algo era capaz Umbral de pasar en unas pocas páginas del Club de Campo a los barrios, en otro tiempo olvidados, del Manzanares, como hace en 'Trilogía de Madrid'. No en vano, Umbral conceptuó Madrid como 'Tribu Urbana', antes que como colección de paisajes.
Quizá Madrid no haya tenido un cronista semejante en la tradición de la gran literatura desde Ramón Gómez de la Serna, aunque puede decirse que Umbral fue más bien una especie de segundo Cansinos Assens, es decir, el patriarca de las letras y los salones que todo lo vio y todo lo contó, que hizo su literatura a la vista de la gente, y, sobre todo, a base de la gente. Por todo ello, el vacío que deja es enorme, a pesar de los imitadores, porque, como todos los grandes, Umbral era un género en sí mismo, y sus anécdotas, su voz, y, en definitiva, su presencia en la vida diaria de la ciudad han pesado tanto como sus obras, hasta el punto de que son parte inherente del Madrid actual.
ALBERTO RUIZ-GALLARDÓN
El Mundo 28/08/2007
2 comentarios:
Qué hambre de tiempo, qué hambre de esas memorias de Rafael Cansinos Assens, qué hambre de las obras de don Ramón que aún no he leído, siendo las que he leído no pocas.
Acabo de volver de los madriles, antes de coger el buho, he pasado por una plaza cerrada que no conocía, habiendo quizá pasado tantas veces por ella: la plaza de la caja de ahorros.
Madrid, aún en su centro donde se supone que todo se conoce, siempre tiene alguna América por descubrir.
Esta plaza aparece encadenada en su entrada, y me he detenido para observar los edificios que jugaban al corro en esa nada protegida.
Al menos, nosotros no olvidaremos al maestro.
A veces piensa una si el estado de necesidad aviva la mente y de ahí estos grandes ilustres y esas experiencias tan ricas en el pasado... y luego está el incansable Ruano, al que tanto admiraba el maestro Umbral.
Publicar un comentario