El guión de la película El Bosque animado fue obra de Rafael Azcona. os dejo estas líneas halladas en www.cervantesvirtual.com. Me admiró siempre Azcona por su inteligencia, su humor, su capacidad de creación y esa necesidad de no figurar. Con su desaparición, ya nos queda cada vez menos de esa España inteligente de la posguerra.
Realidad, humor y vitriolo
El mundo según Azcona
Jesús Angulo
| «Azcona es una especie de grano o barrillo que le salió al cine español a finales de los años cincuenta y ha estado desde entonces inquietante y supurante en la cabeza de nuestros mejores cineastas, obligándoles a rascársela». |
(Oti Rodríguez Marchante) |
Nació Rafael Azcona para el cine muy a finales de los años cincuenta. A él le gusta repetir que hasta entonces nunca se sintió especialmente interesado por el séptimo arte, sino más bien por uno mucho más antiguo: el de la literatura. En más de una ocasión ha declarado, sin duda exagerando, que hasta entonces sólo había frecuentado las salas de cine en tres ocasiones: cuando su madre le llevó contra su voluntad a ver El signo de la cruz (The Sign of the Cross; Cecil B. DeMille, 1932); para ver una película de temática taurina, ¡Ora Ponciano! (Gabriel Soria, 1936), a la que le arrastró su padre, muy aficionado a la fiesta nacional; y durante una proyección de Casablanca (Casablanca; Michael Curtiz, 1943), a la que asistió esta vez por iniciativa propia, aunque, eso sí, más que por razones cinéfilas, porque se proyectaba en la sala en que le dio por entrar a una chica que le gustaba y a la que seguía. Sólo cuando le dio por hacerse guionista, comenzó a interesarse por labrarse una cultura cinematográfica y tuvo que hacerlo deprisa y corriendo. O al menos eso cuenta él.
En la vida real Rafael Azcona Fernández había nacido más de tres décadas antes, en 1926, en Logroño, por entonces una pequeña capital de provincias, seguramente tan aburrida y previsible como cualquiera otra capital castellana y que también como cualquiera otra esperaba para convertirse pocos años después en una más dentro del páramo social de la posguerra española.
Siendo como es el objetivo de este artículo el hablar de sus trabajos cinematográficos, nos limitaremos a señalar que nuestro voraz lector autodidacta, que entre sus gustos juveniles prefería a Baroja antes que a los tópicos Verne o Salgari, comenzó su actividad literaria en 1950, escribiendo poemas para las publicaciones locales Codal, suplemento literario de la revista Berceo, y Revista Ilustrada de Literatura e información, unos poemas con los que para Manuel de las Rivas, estudioso de su producción poética, «propicia un acercamiento al realismo poético que va a imponerse en los cincuenta»(1). Varios de esos poemas fueron, según confesión propia, inspirados por un desdén amoroso, que en ocasiones ha utilizado como excusa para arremeter contra el Amor (así, con mayúsculas) con su habitual ironía: «Pues yo, como sentimiento, desconfío mucho del amor porque me parece que es una cosa muy pasajera, efímera, que alcanza cotas elevadísimas en determinados momentos y luego se acaba y no queda nada. No produce más que amargura y rencor cuando se pretende consagrar, perpetuar o hacer de él un sistema de vida: 'El matrimonio puede ser confortable, jamás placentero', dijo Oscar Wilde. En cuanto al amor eterno, Groucho Marx decía que es ése que no hay manera de quitarse de encima. Y de postre, en La Celestina, el padre de Melibea da unas voces tremendas acusando al amor de ser la ruina de las familias»(2). Como veremos al repasar su filmografía, efectivamente, Azcona se empeñará siempre en hacer desaparecer toda gota de almíbar a sus historias de amor.
Sus actividades en prosa llegaron más tarde y, si no nos fallan nuestras informaciones al respecto, su primer relato publicado lo sería en 1952, cuando también en Codal publica Del pozo de los recuerdos. Pero para entonces ya se había trasladado a Madrid, donde huía del ambiente provinciano de Logroño y pretendía a su vez labrarse un porvenir como escritor.
Madrid: la lucha por la vida
«A mí me pasó lo que le suele pasar a tanta gente, a fuerza de leer empecé a escribir y colaboré en algunas revistas y en la radio, y cuando comprobé que en mi pueblo no pagaban por eso me vine a Madrid. No a conquistar nada, sino sencillamente a ver si podía ganarme la vida como escritor, que en mi inocencia me parecía un oficio envidiable, aunque no lo debí ver muy claro porque antes de venir me busqué un trabajo de escribiente, como se decía antes de la invención del ejecutivo, en un almacén de carbones»(3).
Aquéllos eran años en los que determinados cafés todavía oficiaban de cenáculos literarios y Azcona comenzó a frecuentar el Café Gijón. Como no pudo aguantar mucho tiempo en su almacén de carbones y el Gijón exigía un nivel económico que estaba lejos de poderse permitir, trasladó su pluma a otro más asequible: «El Varela era un café muy acogedor, muchos de sus habituales utilizaban sus servicios para afeitarse, un cliente otorrino pasaba en ellos consulta gratis, por un módico precio un pendolista se ofrecía para meterte el árbol genealógico en un grano de arroz, y a petición de dos sacerdotes asiduos del café el establecimiento estaba suscrito al Boletín Oficial del Estado. Por si todo esto fuera poco, el Varela era la sede de unas veladas más o menos poéticas: si uno conseguía actuar en aquellos recitales se le reconocía como poeta con derecho a ocupar una mesa sin la obligación de hacer gasto, e incluso a pedir una jarra de agua: la explicación de este trato de favor habría que buscarla en los llenos que se producían en el café gracias a aquellos recitales, aunque no faltaban derrotistas que achacaban los llenos al frío que hacía en las casas, quizá tenían razón, porque en las casas de la época se estaba fatal, no es que no tuvieran calefacción, es que eran cámaras frigoríficas, uno no entraba en calor hasta que se metía en la cama»(4).
Para sobrevivir, Azcona tuvo que ponerse a escribir novelas rosas, lo que no deja de ser una ironía si se recuerdan sus reflexiones acerca de la cosa amorosa. Su carrera como escritor comenzó a cambiar cuando se puso en contacto con Antonio Mingote, también habitual del Varela, y éste le animó a mandar algunos artículos a La Codorniz, con lo que comenzaría una fructífera relación con una de las publicaciones más excitantes de la época. Su director, Álvaro de Laiglesia, pronto le convirtió en colaborador fijo e incluso le proporcionó un segundo empleo en Arte y Hogar, una revista de decoración, terreno en el que Azcona se movía como pez en la pradera.
En «la revista más audaz, para el lector más inteligente», como se autodefinía desde su portada, pasó Azcona años sin duda impagables al lado de los citados De Laiglesia y Mingote, junto a Tono, Cero (seudónimo de Fernando Perdiguero, su redactor-jefe), Chumy Chúmez, Máximo, Rafael Castellanos, Jardiel Poncela y tantos otros. Paralelamente continuó escribiendo y publicando relatos y novelas, cuyo análisis excede las pretensiones de este trabajo. Entre ellos: Vida del repelente niño Vicente (1955, basado en su popular personaje de La Codorniz), Los muertos no se tocan, nene (1956), Cuando el toro se llama Felipe (1956), El pisito. Novela de amor e inquilinato (1957), Los ilusos (1958)... y más tarde: Pobre, paralítico y muerto, Los europeos o Memorias de un señor bajito (todas ellas de 1960).
Una llamada a La Codorniz
Vinculado al movimiento neorrealista italiano, Marco Ferreri había ya visitado España en 1955 para intervenir en la producción de Toro bravo (Vittorio Cottafavi, 1957), cuando al año siguiente se instaló en Madrid para intentar vender los objetivos Totalscope, versión italiana de los Cinemascope norteamericanos. Si el éxito comercial no le acompañó en su empresa, su carrera cinematográfica dio sin embargo un giro inesperado.
Un buen día Azcona recibió una llamada en la redacción de La Codorniz. Le citaban en la productora Albatros Films, fundada con más empeño que medios económicos por Ferreri. Éste había leído su novela Los muertos no se tocan, nene y quería llevarla al cine. Como queda dicho, Azcona era hasta entonces opaco a las influencias del cine, de modo que la propuesta no dejó de producirle estupor, sobre todo tratándose de adaptar una breve novela que se desarrollaba toda ella en un velatorio y con una visión de la muerte no precisamente amable y, desde luego, totalmente «incorrecta». No obstante, Azcona aceptó, no sin antes advertir a aquel extravagante productor italiano que no tenía la menor idea de lo que era escribir un guión cinematográfico. Se puso a ello, mientras Ferreri buscaba el dinero necesario para sacar el proyecto adelante y se peleaba con la censura para conseguir que fuese aprobado el guión. No se consiguió ni lo uno ni lo otro, con lo que su primera incursión en el cine concluyó con un trabajo sin remunerar y un considerable mosqueo por parte de Azcona.
Pese a todo, ambos se embarcaron en un nuevo proyecto, que, a propuesta de Ferreri, debía basarse en un guión más «amable» para poder conseguir la autorización de la censura. No sé qué estarían pensando nuestros dos hombres, porque se pusieron manos a la obra a escribir la historia de dos recién casados que llegan a Zaragoza en plenas fiestas del Pilar. Como no encuentran habitación en ningún hotel, intentan consumar su matrimonio en los lugares más insospechados, con lo que lo único que consiguen son multas y reprimendas. Finalmente, se ven obligados a escapar al campo, donde consiguen dar rienda suelta a sus, por otro lado legítimos, deseos. Por supuesto, la censura no tuvo la menor duda en mandar el guión a la misma papelera. Años después, la película se acabó realizando, trasladada esta vez la acción al Pamplona de los Sanfermines, con lo que se evitaba implicar a la santa patrona en tan descabelladas andanzas, dirigida por Ignacio F. Iquino y bajo el título de Un rincón para querernos (1964).
Como la arrolladora simpatía del italiano no era suficiente aliciente para que nuestro incipiente guionista se embarcase en nuevos proyectos cinematográficos con él, tuvo más que dudas a la hora de aceptar la siguiente propuesta: un largometraje documental que había de rodarse en las islas Canarias. Una suite en el Castellana Hilton, con un productor italiano y el propio Ferreri (arropados por una docena de jóvenes aspirantes a actrices, pollo asado y champaña) y los correspondientes billetes de avión para Tenerife consiguieron vencer sus reticencias.
Tras semanas de localizaciones y escritura del guión, el dinero del productor se acabó y con él el documental. Ni siquiera podían volver a la península. Días después Azcona conseguiría que le proporcionasen un billete de vuelta (esta vez en barco) y dejó a Ferreri encerrado en la isla.
Azcona había abandonado La Codorniz y su situación económica no era precisamente boyante, así que cuando Ferreri consiguió volver a Madrid, aceptó, es de suponer que con serias dudas, la nueva propuesta de su compañero de infortunios: adaptar su novela El pisito, aunque esta vez le convenció de que olvidase sus veleidades de productor y se dedicase a buscar financiación por otro lado y se encargase personalmente de la dirección del film.
Ahora, sí
Tras los intentos fallidos de Ricardo Muñoz Suay para que UNINCI produjese la película (algo de lo que siempre se lamentó y que el propio Muñoz Suay vio con el tiempo como el origen del fin de la productora, más atenta a mantener su pureza ideológica que a olfatear por dónde podía el cine español buscar una salida), Isidoro M. Ferry accedió a financiar El pisito (1958) desde su productora Documento Film, al tiempo que asumía la labor de co-director. Esto último se debía, ni más ni menos, a que Ferreri carecía del correspondiente permiso sindical, lo que quedaba solventado con la acreditación de Ferry. Parece, sin embargo, que este último se limitó a la labor de asesor técnico, por lo que, a todos los efectos, se puede considerar la película como un film de Ferreri.
Inspirada la novela original en un suceso verídico sucedido en Barcelona, narra la historia de un joven que accede a casarse con la anciana dueña del piso en el que está realquilado para así poder heredar los derechos de inquilinato, única forma de conseguir un piso propio para poder casarse con su novia, a la que ya se le ha ido volando la juventud. Es ella precisamente la instigadora final de tal apaño, aunque ambos se encuentren con la sorpresa de que la anciana mejora notablemente (parecía tener ya un pie en la tumba) a raíz de su flamante cambio de estado. Cuando finalmente expira la anciana, el protagonista, como Nino Manfredi en la espléndida secuencia del ajusticiamiento de El verdugo / La ballata del boia (1963), lejos de ver solucionados sus problemas parece dirigirse al matadero.
El pisito fue un auténtico bombazo en el cine español. Aparentemente en la línea del realismo inaugurado por Bardem y Berlanga con su opera prima, Esa pareja feliz (1951), el guión de Azcona se diferencia radicalmente de ese «neorrealismo a la española» en el tono. Lo que en la apuesta de Bardem y, sobre todo, Berlanga había de trasfondo amable, se torna en manos de Azcona y Ferreri en un retrato de la realidad repleto de negrura.
El guionista aporta a la película, no sólo una extraordinaria capacidad de observación de la realidad que le rodea, sino también un exquisito distanciamiento de sus personajes, lo que provoca inevitablemente dejar al espectador sin el más mínimo asidero, sin respiro. El humor negro desplegado por Azcona no deja títere con cabeza y nos enfrenta sin remisión a la más cruda realidad. No hay personaje positivo alguno, aunque también es cierto que sus miserias les son impuestas por una sociedad represiva y cutre hasta lo indecible. En realidad El pisito no es sino un catálogo de víctimas de una sociedad desesperanzada.
Ferreri, del que siempre ha dicho Azcona que si pudieron hacer juntos una obra tan vasta (diecisiete películas), fue porque pensaban igual en casi todo, se adapta perfectamente a la historia. El novel director opta por los planos-secuencia, rehuyendo un uso indiscriminado del montaje y consiguiendo con ello acentuar el citado distanciamiento. Era el primer zarpazo, todavía tímido y con claras reminiscencias costumbristas, si se compara con el contundente derechazo al hígado que supondrá la segunda aventura conjunta del binomio Azcona-Ferreri.
Si El pisito está basado en un hecho real, la novela que dio pie a El cochecito (1960) partió también de una escena real, en este caso observada por el propio Azcona: «Una tarde de los primeros años cincuenta esperaba yo para cruzar la Castellana cuando, entre una riada de automóviles que bajaban hacia Cibeles, apareció un enjambre de cochecitos tripulados por vociferantes inválidos; el semáforo se les puso rojo, y mientras cruzaba tuve ocasión de escuchar por encima del petardeo de sus motores fragmentos del apasionado debate, que los traía enzarzados desde el estadio Bernabeu:
-'¡Si no pueden ni con las botas, hombre!'.
-'¡Un equipo de baldados, te lo digo yo!'».
Basada, pues, en el relato Paralítico (aparecido primero por entregas en el diario Arriba y más tarde, ya en forma de libro, con otros dos relatos bajo el título de Pobre, paralítico y muerto), la película parte de la frustración de un anciano (José Isbert, espléndido, para el que desde el principio Azcona y Ferreri diseñaron el papel), que se siente marginado de las actividades de sus amigos al no poder disponer del cochecito de inválidos con el que ellos asisten a los partidos de fútbol u organizan excursiones. De pronto don Anselmo se convierte en un marginado, por el hecho de no ser un impedido. Lógicamente, su familia se niega a comprar el ansiado cochecito a don Anselmo y, con no menos lógica, éste les envenena, añadiendo medio litro de matarratas al cocido, y consigue el flamante vehículo que ha de arrancarle de la soledad.
Azcona y Ferreri no pudieron mantener el título en el que habían pensado desde el principio («Todos somos paralíticos», que como ha repetido Azcona se acercaba mucho más a lo que quería decir con su historia), por obvios problemas de censura, del mismo modo que se debió cambiar el final concebido inicialmente. En éste, don Anselmo asistía a la salida de los cadáveres de los familiares de su casa, para huir a continuación y ser detenido por la Guardia Civil. Sin embargo, las trabas de la censura obligaron a añadir un final en el que don Anselmo, arrepentido, llamaba a su casa por teléfono para advertir del envenenamiento, dándose a la fuga con su ansiado vehículo, para ser, igualmente, detenido poco después por la benemérita. Esto sin contar las secuencias eliminadas del montaje final por los propios autores para aligerar la sordidez de una historia que, sin duda, intuían problemática ante su paso por la omnipotente censura. Aligeramientos que no impedían que El cochecito exhibiese una negritud sin paliativos, que borra de un plumazo los restos costumbristas de El pisito, para caer de lleno en el más despiadado esperpento.
En múltiples ocasiones Azcona ha negado que él haga humor negro, afirmando que simplemente se ha dedicado siempre a retratar la realidad tal como la ve a su alrededor. En todo caso ambas afirmaciones no son contradictorias, sobre todo en la España de los años cincuenta, como demuestra la forma en que el propio Azcona describe la pensión de la madrileña calle del Carmen, en la que vivió durante algún tiempo al poco de llegar desde Logroño: «Llegué allí porque me la recomendó un amigo de Logroño que había vivido en ella mientras preparaba unas oposiciones a Correos: al parecer aquella pensión estaba especializada en opositores a Correos. La criada era una enana, la cocinera una señora octogenaria, totalmente calva, y el dueño un homosexual vergonzante y encantador, Paquito se llamaba. A la criada enana la llevaban constantemente al hospital con desgarros de vagina, porque los opositores, excitados por la visión de unas modistas que los provocaban desde el piso de abajo, en cuanto se descuidaba la atacaban»(5).Simplemente España era de por sí negra y, como diría Azcona, bastaba mirar, algo que él practica con tanta pasión como inteligencia.
Parece ser que antes de que Ferreri se decidiese a realizarla, Azcona le había ofrecido esa posibilidad a Berlanga. Sin embargo, éste no se sintió atraído por la idea -«esa cosa de ortopedia, no me gustaba»(6)- y pensaba que el relato no tenía materia suficiente para un largometraje. Hay que tener en cuenta que para entonces Azcona ya había colaborado por primera vez con Berlanga. Ambos escribieron conjuntamente el guión de Se vende un tranvía (1959), que dirigió Juan Esterlich, con la supervisión del propio Berlanga, y que fue concebida como episodio piloto de una serie de televisión, que no pasó de esta primera entrega.
Tras algún intento infructuoso, El cochecito fue producida por Films 59, la productora de Pere Portabella, con el mismo equipo que había trabajado poco antes en Los golfos (Carlos Saura, 1959). Tras recibir el Gran Premio de la Crítica en la Mostra de Venecia de 1960 y el Gran Premio «Humor Negro» en París, en 1961, la película fue exhibida en numerosos festivales (Punta del Este, Londres, Melbourne, Nueva York...), algo bastante menos usual entonces que en nuestros días. Pese al éxito de crítica y su buena acogida internacional, según Portabella la película supuso la ruina de Films 59.
Sin embargo, no todas las críticas fueron favorables para El cochecito. Salvando las lógicas reticencias de la crítica más oficial, llama más la atención un artículo firmado por San Miguel y Erice(7), en el que, tras alabar El pisito, los autores critican la huida del supuesto realismo social de aquélla, que se produce no sólo en El cochecito, sino también en la posterior Plácido (1961): «No se acepta la presentación directa de la realidad. Es necesario hacerla trágica, deformándola, para que parezca insólita: y esto, a fuerza de repetirse vuelve a hacerse popular, a cobrar su verdadera dimensión: la de la realidad cotidiana. El monstruo es aceptado por la sociedad: porque si ella puede sentirse responsable ante un hombre desdichado, no le ocurre lo mismo con los monstruos. De éstos sólo es responsable la naturaleza (...). Esta deformación de la realidad, a medio camino entre lo grotesco y lo trágico, este descubrir el absurdo para reencontrar lo cotidiano puede llegar a convertirse en puro método, en fórmula vacía». Evidentemente, nos encontramos con la misma miopía que sufrió UNINCI cuando rechazó, por parecidos motivos, la producción de El pisito, proveniente, además, de los mismos planteamientos ideológicos, una izquierda incapaz de sacudirse su pesada carga dogmática.
En los dos primeros trabajos conjuntos de Azcona y Ferreri se detectan ya muchas de las constantes temáticas no sólo de sus posteriores colaboraciones, sino también de la carrera de Azcona como guionista: la preferencia por las clases medias a la hora de localizar socialmente sus historias, la tendencia a la coralidad, el humor negro, el distanciamiento para con sus personajes, la ironía, la presencia de la muerte, la galería de disminuidos físicos que puebla su cine, la soledad, el desencuentro entre los dos sexos, la marginación, el claro rechazo de las instituciones (en ambos casos la familia ante todo, pero más adelante, de forma más diáfana el clero, el ejército y los poderes económicos), la presencia expresa del ciclo biológico, la vejez (a la que con el tiempo se añadirá también la infancia, fuera como aquélla de los mecanismos de poder)...
Con El cochecito concluye la etapa española de la filmografía de Ferreri -entre las dos citadas, había realizado otra película, Los chicos (1960), sin duda la menos lograda de las tres-, pero no su colaboración con Azcona, que se extendería, básicamente en Italia y Francia, hasta 1988.
El regreso de Berlanga
Después de cuatro años de inactividad, debido a los problemas de censura generados por la realización de Los jueves, milagro (1957), Luis García Berlanga retoma su filmografía con la colaboración de Azcona. Tras la escritura conjunta del guión de la ya citada Se vende un tranvía, Berlanga y Azcona trabajaron juntos en varios proyectos que, por diversas razones, no llegaron a ver la luz: «Caronte», versión libre de El último caballo (Edgar Neville, 1950), «Los aficionados», que muchos años después sería retomado por ambos en La vaquilla (1985) y, al menos, un tercero titulado «Dos chicas de coro».
Plácido parte de una idea original de Berlanga, a partir de la que Azcona y él trabajaron en un primer tratamiento de guión. Como Azcona debía partir a Italia para trabajar en el episodio de Ferreri para el film Le italiane e l'amore, supervisado por Cesare Zavattini, Berlanga escribió el guión con José Luis Colina y José Luis Font, contando incluso con la intervención en los diálogos -aunque no aparece acreditado- de José Luis Sampedro. Cuando Azcona regresó de Italia el guión se encontraba empantanado, por lo que fue él quien le dio la forma definitiva.
Plácido, que en principio debería haberse llamado «Siente un pobre en su mesa» -título que no permitió la censura por su excesiva explicitud-, muestra una telaraña de acciones en el marco de un día de Nochebuena en una pequeña ciudad castellana. En el marco de una «piadosa» campaña navideña, bajo el lema de «Siente a un pobre en su mesa», el microcosmos social que representa a la citada localidad se siente obligado a hacer un ejercicio de caridad, que no es sino un acto general de hipocresía, en el que se sortean pobres que han de gozar por un día de los manjares que normalmente les están vedados. Paralelamente, el atribulado Plácido tiene que compatibilizar el transporte con su recién adquirido motocarro de parte de la comitiva de festejos, con el empeño de pagar la primera letra de su vehículo antes de que vaya al protesto.
Apoteosis de la coralidad, no es de extrañar que sólo el buen saber hacer de Azcona pudiese hacer llegar a buen puerto un guión en el que las acciones paralelas son infinitas, los personajes secundarios tienen todos ellos una entidad trabajada hasta el último detalle y la conexión entre todo ello tiene que estar medida hasta el milímetro. Azcona lo consigue y, posiblemente, el guión de Plácido es no sólo uno de sus mejores trabajos, sino además el más complejo desde un punto de vista técnico. Pero es que precisamente en este terreno es donde el guionista ha desplegado sus mejores dotes profesionales a lo largo de su carrera.
Azcona ha dicho siempre que para retocar cualquier cosa de un guión, hay que estudiar muy mucho las consecuencias que ello puede tener en el resto de la historia. Esto, que parece tan evidente, y sin duda lo es, se convierte en algo de importancia capital en el caso de los trabajos de Azcona, porque si algo llama la atención de sus guiones -desde el punto de vista de su construcción interna- es su cálculo milimétrico a la hora de dotarles de un ritmo interno de una perfección endiablada. Como es sabido, el método preferido de trabajo de Azcona es hablar largamente, durante el tiempo que sea necesario, con el director de turno, preferentemente en cafés o restaurantes. Sólo cuando todo está claro en su cabeza, cuando todo está atado y bien atado, se pone a escribir. Y ésa es la parte de su trabajo que menos le gusta, pero en la que brilla como nadie. Por eso tiene que saber el final de sus historias cuando se pone a escribir. Detesta las sorpresas. En palabras del propio Berlanga: «Si tú sabes que hay un principio y un final, una historia y unos personajes, te resulta más fácil hacerlo rápido, pero de todas formas la escritura rápida es otro don que Rafael posee. Cuando nos reuníamos en un café para hablar de una secuencia y la dejábamos esbozada, él iba a su casa y al día siguiente, o cuando fuese, llegaba con la secuencia entera perfectamente dialogada y acabada»(8).
Es por ello que quizás sea Plácido la quintaesencia de su labor como guionista. Por eso también su afirmación de que «es preferible partir del cuento y de la novela corta, para desarrollarlos, que del inacabable novelón, condenado fatalmente a la poda»(9).
La película sufrió los «lógicos» cortes de censura, tardó en estrenarse y, según cuenta Berlanga, fue retirada de la cartelera tras su primera semana de exhibición por orden ministerial, pero el éxito de crítica fue abrumador. Para Guarner, la película «aparece con el paso de los años, como el retrato al minuto más fiel, riguroso y aterrador de la absoluta incomunicabilidad de los españoles de los años sesenta. Si había cuarenta personajes, había otros tantos discursos, ferozmente aislados, estancos, impenetrables»(10).
Respecto a la filmografía de Berlanga, Plácido, como más tarde y aún en mayor medida El verdugo / La ballata del boia, barre de su cine el trasfondo amable, conciliador, que había caracterizado su cine hasta ese momento, para hacerle llegar a lo que Gubern califica gráficamente de «sainete con cianuro»(11).
1963 es el año de El verdugo / La ballata del boia, pero también del episodio La muerte y el leñador / Le Mort et le bûcheron / Morte e il boscaiolo, igualmente dirigido por Berlanga y que formó parte de un largometraje que debía inspirarse en fábulas de La Fontaine y en el que también intervinieron Hervé Bromberger, al tiempo productor y motor del largometraje, René Clair y Alessandro Blasetti. El sketch de Berlanga-Azcona, sin duda el más interesante de los cuatro, retoma el universo coral de Plácido, esta vez trasladado a los barrios populares madrileños. En la historia de un organillero, que debe de enfrentarse a todo tipo de trabas para ganarse la vida con su pesado instrumento, hay gags impagables como aquél en que un policía pincha los globos de una vendedora ambulante porque no puede admitir «formas obscenas» o la meada de su burro en la piscina del Parque Sindical, que provocó las iras de miembros del Opus Dei, que vieron en ello una burla a su mascota. La represiva sociedad española que está a punto de hacer que su protagonista se cuelgue asqueado de una torre de tendido eléctrico, constituye como en Plácido, un entorno agresivo e insolidario, que volverá a hacerse evidente en la que es la obra maestra de Berlanga: El verdugo / La ballata del boia.
El verdugo / La ballata del boia es, ante todo, la historia de un rosario de renuncias, las que progresivamente la sociedad, nuevamente hostil, miserable e insolidaria, obliga a asumir a su protagonista como pago a su pertenencia a ella. José Luis, un gris empleado de funeraria, se verá obligado a casarse con Carmen, la hija del anciano verdugo, para legalizar sus relaciones (impagable la secuencia en que los sacristanes de la iglesia hacen desaparecer en un periquete alfombras, flores, velas y demás ornamentos de la boda de lujo que ha precedido a la suya, y a los que él no tiene derecho); tendrá que solicitar el macabro puesto de su suegro, para poder, como funcionario, acceder a una vivienda de protección oficial; renunciará a sus planes de emigrar a Alemania para labrarse un futuro digno; y, finalmente, deberá ejercer su oficio cuando ya se había acostumbrado a no ser reclamado para ello.
Aunque el claro alegato contra la pena de muerte que se contiene en el film no fuese, efectivamente, el tema básico de El verdugo / La ballata del boia, éste fue, sin embargo, el que produjo más escozores en un régimen que acababa de ajusticiar al militante comunista Julián Grimau y a los anarquistas Granado y Delgado, máxime si tenemos en cuenta que la película tuvo una extraordinaria acogida en la crítica del país, así como un reconocimiento en el extranjero que se tradujo, por ejemplo, en el Gran Premio de la Crítica Internacional con el que fue premiada en la Mostra de Venecia. Para siempre quedará grabada en la retina de los espectadores la penúltima secuencia, en la que un plano largo en rotundo picado sobre el desolado patio de la prisión se detiene, mientras un grupo de funcionarios acompañan a un aparentemente tranquilo condenado, al tiempo que el iluso verdugo tiene que ser prácticamente arrastrado unos pasos detrás.
Cuatro películas y media o a vueltas con la autoría
Colocados frente a una filmografía tan extensa como la de Rafael Azcona, ante un artículo como éste que pretende ofrecer un panorama general de su obra, se podría objetar que en él existe un claro desequilibrio al dedicar gran parte de su, por otro lado insuficiente, extensión a tan sólo cuatro largometrajes y un mediometraje. La razón, compartible o no, no es aleatoria. Creo que en las primeras colaboraciones de Azcona con Ferreri y Berlanga ya se pueden ver las líneas generales de lo que será con el tiempo la filmografía del que, sin ninguna duda, puede ser considerado como el mejor guionista español de todos los tiempos.
Queda dicho que las principales constantes temáticas de su cine ya están presentes en sus primeras películas. Si se me apura, diría que ya lo están en los dos filmes españoles de Ferreri, lo que ni mucho menos impide que todo un torrente de matices vaya goteando a lo largo del resto de sus trabajos, alcanzando en muchas ocasiones momentos magistrales. Pero lo que es indudable, es que cualquier cineasta que se hubiese visto envuelto en la autoría de cuatro títulos como El pisito, El cochecito, Plácido y El verdugo / La ballata del boia, merecería ya, tan sólo por ello, ser colocado entre los más importantes de nuestra cinematografía.
Se podría decir de Azcona que es uno de los pocos guionistas españoles a quien nadie negaría el calificativo de autor. Seguramente los dos filmes que Ferreri hace con Azcona son más parecidos a los dos citados de Berlanga, que a gran parte de su obra posterior. De la misma manera, El verdugo / La ballata del boia está más cerca de El cochecito que de la mayoría de los posteriores, o anteriores, trabajos de Berlanga.
Suele decir Azcona que la película es del director. Sin embargo hoy cada vez es más cuestionada la teoría según la cual la autoría recae siempre en el realizador. Sería interminable la lista de productores que han dado a sus trabajos una impronta personal, sea quien fuere el encargado de realizar sus proyectos; de directores de fotografía que han sabido otorgar a sus trabajos una luz o una atmósfera que trasciende la heterogeneidad de las distintas películas en las que han intervenido; de actores que con su presencia han marcado el cine en el que han desarrollado sus interpretaciones, más allá de quienes les dirigiesen en uno u otro momento; y, por supuesto, de guionistas que han creado un mundo propio a lo largo de sus carreras. Si en un símil ya tópico se puede decir que el realizador cinematográfico se puede comparar a un director de orquesta, en el sentido de que es él el que aglutina y da coherencia al sonido final de su orquesta, no podemos olvidar que la historia de la música está llena de ejemplos de solistas que con sus voces o instrumentos han arrastrado tras su genialidad a las orquestas más afinadas.
Efectivamente, las películas son de sus directores, pero «no sólo» de ellos. El propio Azcona apuntala esto último, no sé si de forma tan inconsciente como parece, cuando afirma que el guionista debe limitarse al sustantivo, porque el adjetivo, en cine, debe de crearse desde la imagen. Evidentemente. Lo que ocurre es que el adjetivo no tiene ningún sentido si no es como complemento del sustantivo. Quizás de esta conciencia se deriva gran parte de su mérito como escritor de guiones. Azcona sabe muy bien que «una película es mucho más literaria que un guión»(12). Por eso se niega a hacer literatura, escribe guiones(13). Es, efectivamente, el escritor invisible de sus películas, pero su invisibilidad da alas a los realizadores con los que trabaja, aunque no siempre éstos hayan sabido echarse a volar con ellas.
Sus guiones están poblados de personajes de carne y hueso que crecen con sus historias, que, a su vez, alcanzan una coherencia apabullante. O dicho en palabras del propio Azcona en declaraciones al diario El País (15-11-1998): «Tengo dos reglas de oro: en primer lugar, los personajes deben cambiar en el transcurso de la película, y segundo, por muy brillante que sea la secuencia, si se puede caer en el montaje, me deshago de ella en el guión. ¡Ah!, y no escribo ciencia-ficción».
Azcona-Ferreri: una historia moderna
La colaboración cinematográfica entre Azcona y Ferreri no sólo no se detiene con la marcha de éste a Italia, sino que todavía se extenderá durante veinticinco años más, entre 1963 y 1987. Si ya desde su país Ferreri le había reclamado en 1961 para que escribiese con él el guión de su episodio en Le italiane e l'amore / Les Femmes accusent, y el año anterior le había acreditado como guionista en la película de aventuras El secreto de los hombres azules / Le Trésor des hommes bleus (Edmond Agabra, 1960), de la que Ferreri era productor -aunque parece que se trató tan sólo de una acreditación para solucionar problemas burocráticos derivados de su carácter de coproducción hispano-francesa-, sería a partir de L'ape regina / Le Lit conjugal y Se acabó el negocio (La donna scimmia / Le Mari de la femme à barbe), ambas de 1963, desde cuando se afianzase definitivamente el celebrado binomio.
Las dos películas citadas se emparentan todavía de forma nítida con sus trabajos en España. La negrura, que nunca abandonará de una forma u otra su posterior cine en común, se mantiene todavía dentro de su vocación de crónica de una realidad fácilmente reconocible. Sólo la mirada deformada de sus autores nos remite, como en El cochecito, al esperpento y, con él, al distanciamiento que ambos habían practicado desde El pisito. Estas dos vitriólicas historias en torno a la lucha de los sexos, apuntan ya la que será una de las constantes de sus obras. Protagonizadas ambas por su actor fetiche (Ugo Tognazzi), en la primera asistimos, como el título indica, a la ceremonia de destrucción de la hembra hacia el macho, una vez que aquélla ha conseguido asegurarse la fecundación, mientras que la segunda -uno de los títulos más duros, por evidentes, de la obra de Ferreri- se centra en la explotación de una «mujer-simio» por parte del hombre.
Azcona siempre ha rechazado las acusaciones de misógino con que tantas veces se le ha obsequiado. Más bien ha reconocido que nunca ha conseguido entender a las mujeres. De hecho, si la «abeja reina» que acaba destruyendo a Tognazzi en L'ape regina / Le Lit conjugal se emparenta, a lo bruto, con las mujeres «castradoras» de El pisito y El verdugo / La ballata del boia y a muchos de los personajes secundarios femeninos de las primeras películas de Azcona, la protagonista de Se acabó el negocio es la víctima de la ambición de su compañero. Como más adelante la castradora (esta vez sin comillas) protagonista de La última mujer (L'ultima donna / La Dernière femme, 1976) se opondrá a la protagonista de El harén (L'Harem /Le Harem, 1967), que acaba siendo víctima a su vez de los hombres a los que pretende dominar.
Los temas centrales del cine de Ferreri seguirán remitiéndonos a las constantes del cine de Azcona en general: la incomunicación, la soledad, un fuerte escepticismo social, la muerte, la visión descarnada del sexo e incluso la obsesión por lo biológico y lo escatológico, aunque en esto último haya que reconocer que Azcona no llegaría por sí solo a los niveles que alcanzaría con Ferreri, sobre todo en la desesperanzada La Grande Bouffe / La gran abbuffata (1973), uno de los filmes más kamikazes de la historia del cine(14).
Sin embargo, entre ambos cineastas se iría produciendo un cierto alejamiento, si no temático, sí en lo que respecta a su relación con la realidad. Mientras Azcona continúa situando su mirada a ras de acera, Ferreri comienza a alejarse de la realidad con una cada vez más acusada tendencia a la estilización, sumiéndose progresivamente en un universo abstracto y plagado de simbologías.
El primer aviso está ya en L'uomo dai cinque palloni (1964), del que, por cierto, Azcona dijo en su día que quizás era el que más le gustaba de todos los guiones que había escrito(15). En esta insólita película, el protagonista llega a obsesionarse con el límite de la capacidad de aire que puede contener un globo, algo por naturaleza indescifrable y que le llevará finalmente al suicidio.
Pero donde esa estilización tomará carta definitiva de naturaleza será en Dillinger ha muerto (Dillinger é morto, 1968), basada en una vieja idea original de Azcona, que, según ha contado Muñoz Suay, Azcona y él estuvieron tentados durante un tiempo de dirigir conjuntamente. En este film, asistimos a la escenificación del tedio de su protagonista, un fetichista Michel Piccoli (la pasión por los objetos es otra de las constantes tanto del cine de Ferreri como del de Azcona) que acabará asesinando a su esposa dormida sin ninguna motivación especial. Un personaje, por cierto, que tenía ya su antecedente en el que Tognazzi interpreta en Il dovere coniugale, segundo episodio de Marcia nuziale (1966).
En un camino hacia la desolación más absoluta, por los raíles de la estilización, la simbología y la abstracción, se situarán El semen del hombre (Il seme dell'uomo, 1969), La audiencia (L'udienza / L'Audience, 1971), La Grande Bouffe / La gran abbuffata, No tocar la mujer blanca (Touche pas la femme blanche / Non toccare la donna bianca, 1974), La última mujer, Adiós al macho (Ciao maschio / Rêve de singe, 1978), y Los negros también comen / Come sono buoni i bianchi / Y'a bon les blancs (1987), todas ellas contenedoras de historias sin salida, simbolizadas en esta última por el acto de antropofagia que llevan a cabo los negros africanos, zampándose a los miembros de una organización humanitaria que se acercan a ellos para ayudarles, pero que, para su desdicha, han dilapidado por el camino los víveres que les llevaban y a los que acaban sustituyendo muy a su pesar.
Ya en 1968 Ferreri decía de Azcona: «A él le gustan mucho los detalles y yo ahora quiero manejar personajes lo más abstractos posibles para poder decir más. Él llega un momento en que se pierde con eso de seguir a los personajes y cerrar acciones a su alrededor. A mí ahora sólo me interesan los personajes, contar una cosa de la manera más abstracta posible. Mientras que a Rafael le gustan mucho los secundarios, las cosas que hay alrededor, a mí el mundo alrededor de los personajes ya no me interesa»(16). Lo que no impidió que el milanés y el riojano conservasen siempre su mutua amistad como una de sus más preciadas posesiones. Y es que, como dijo el segundo, refiriéndose a Ferreri: «Yo soy monógamo y ya se sabe que no hay amor como el primero».
Otros trabajos italianos
Entre 1962 y 1974 Rafael Azcona escribe en Italia, independientemente de sus trabajos con Ferreri, una decena de películas. Una fructífera relación, en suma, con la cinematografía italiana, que se vería recompensada en 1983 con el prestigioso premio Ennio Flaiano al mejor guionista extranjero. De hecho, desde que en 1961 dirigiese el ya citado episodio de Ferreri para Le italiane e l'amore / Les Femmes accusent hasta que en 1967 vuelve a España para firmar el guión de Peppermint frappé, su primera colaboración con Carlos Saura, su trabajo se centrará en ese país, excepción hecha de sus colaboraciones con Berlanga: Plácido, La muerte y el leñador / Le Mort et le bûcheron / Morte e il boscaiolo y El verdugo / La ballata del boia.
Azcona escribió con Ferreri el primitivo guión de la que acabaría siendo El poder de la mafia (Mafioso; Alberto Lattuada, 1962). El guión, basado en un argumento original de Bruno Caruso, estaba pensado para ser llevado a la pantalla por el propio Ferreri, que quería a Nino Manfredi como protagonista. Al renunciar éste a interpretar el papel, los productores impusieron a Alberto Sordi. Ferreri pensó entonces que el a menudo excesivo Sordi acabaría arruinando la película, por lo que declinó dirigirla, con lo que Lattuada se hizo cargo del proyecto. No acabaron ahí los cambios, pues el nuevo director pidió a los guionistas Age y Scarpelli que «amabilizasen» una historia para su gusto demasiado ácida.
El resultado fue, desgraciadamente, el previsto por el realizador milanés. No sólo Sordi sobreactuó dentro de su línea habitual, sino que la historia del siciliano que vuelve de vacaciones a su pueblecito natal y se ve envuelto en las tramas mafiosas, acabó perdiendo todo su tono crítico original. Presentada en el Festival de San Sebastián, obtuvo una Concha de Oro muy protestada por la crítica.
La verdad es que las películas en las que Azcona trabajó en Italia fuera de sus colaboraciones con Ferreri -entre las que se incluye incluso el spaghetti western En el Oeste se puede hacer... amigo / Si può fare... amigo / Amigo!... mon colt a deux mots à te dire (Maurizio Lucidi, 1972)-, no parecen situarse entre lo mejor de su filmografía. Una excepción serían las tres comedias que escribió para Gian Luigi Polidoro, siempre en colaboración con el propio realizador. En ellas pudo dar rienda suelta a su causticidad, desde Una esposa americana (Una moglie americana /Mes femmes américaines, 1964), en la que Tognazzi interpreta a un gris oficinista en viaje de «negocios» a Estados Unidos, que queda impresionado con el nivel y la forma de vida en ese país, con lo que decide a toda costa casarse con una nativa para así conseguir el ansiado permiso de residencia, hasta las sátiras un tanto fellinianas Malos pensamientos (Fischia il sesso (Instant-Coffee)) y Permite señora que ame a su hija (Permettete, signora, che ami vostra figlia?), ambas de 1974. En esta última, Tognazzi vuelve por sus fueros en el papel del director de una modesta compañía de teatro ambulante con la que se empeña en representar los amores de Benito Mussolini con Clara Petacci. La progresiva identificación del director de la trouppe desembocará en un final tan disparatado como trágico, muy azconiano.
En todo caso, estos dos últimos títulos nos hacen soñar en lo que podría haber sido, y evidentemente no fue, una colaboración de Azcona con Federico Fellini.
El mundo de Azcona según Berlanga, o viceversa
Tras El verdugo / La ballata del boia, Azcona escribiría con Berlanga el guión de otras ocho películas. Pese a que tanto Berlanga como Azcona consideren el guión de La boutique / Las pirañas (1967) como uno de los mejores que han escrito juntos, lo cierto es que esta película, que tuvo que rodarse en sistema de coproducción en Argentina por problemas de censura, no responde finalmente a las expectativas del guión. Éste, según Berlanga la cúspide de su autorreivindicada misoginia, narraba la historia de una mujer que, para recuperar a su compulsivamente infiel marido, finge con ayuda de su madre una grave enfermedad.
Con los dos siguientes títulos, guionista y director vuelven por sus fueros. Mientras Vivan los novios (1970) entronca en la línea de cine coral, ácido por debajo de su costumbrismo aparente, de sus primeros trabajos en común, Tamaño natural / Grandeur Nature / Life Size (Grandezza naturale, 1974) se emparenta con esa serie de películas en las que Azcona penetra en la más inhóspita soledad de sus personajes, de los citados trabajos con Ferreri, a varias de sus películas para Saura, hasta llegar a la inclasificable opera única de Juan Esterlich, El anacoreta / L'Anachorète (1976).
Se diría que Vivan los novios es una variación de Los europeos, la novela que Azcona había publicado diez años atrás en París por problemas de censura. En la novela el autor retrata de forma irónica, y con un duro final que hace saltar por los aires el tono humorístico con el que se desarrolla la historia hasta entonces, la reprimida sexualidad de unos españoles que han sido confinados por un régimen mostrenco a las catacumbas de la insatisfacción.
Cambiando la libertina Ibiza, que con tanta fruición visitó el propio Azcona durante largas temporadas, por la ya en boga ciudad de Sitges, la película nos presenta la historia de un López Vázquez que acude allí con su anciana madre para casarse con una Laly Soldevilla que está muy lejos de recordar los esculturales cuerpos de las «suecas», que tuestan al sol sus costumbres liberales. La muerte de la anciana (¡en una piscina hinchable!) proporcionará a la historia sus tintes negros, cuando la familia de la novia decide ocultar el cadáver para no dar al traste con la ceremonia.
La génesis de Tamaño natural / Grandeur Nature / Life Size quizás esté en La familia feliz, uno de los episodios de la citada Marcia nuziale, en la que aparecen ya unas muñecas con rango de protagonistas. Y digo quizás, porque el tema del hombre que decide abandonar su vida marital para vivir una obsesiva relación con una maravillosa muñeca hinchable, pertenece claramente al imaginario personal de Berlanga, que en alguna ocasión la ha considerado su mejor película.
Tamaño natural / Grandeur Nature / Life Size es a la vez una nueva historia de autodestrucción, lo que la vuelve a emparentar con el cine de Ferreri. Por los resquicios de la historia penetra a su vez con fuerza un coro esperpéntico representado por los inmigrantes españoles, que constituyen una particular «corte de los milagros», que recuerda a los mendigos de Viridiana (Luis Buñuel, 1961), en la secuencia del «secuestro» de la muñeca, desencadenante del trágico final.
Con La escopeta nacional (1978) comienza un progresivo deslizamiento de la obra de Berlanga hacia terrenos más amables que, a la larga, daría al traste con la intensa colaboración entre Azcona y él. Dicho por el propio Berlanga tras el estreno de la película: «Actualmente estoy en una fase de mi trabajo en la que creo que el código de señales entre el film y el espectador debe simplificarse al máximo, hacerse más elemental, más primario, más dentro de lo que tópicamente es un espectáculo. Los personajes deben ser más lineales, más facilones, más arquetípicos... Y hacer con todo ello algo realmente divertido, semejante a las revistas del Martín o La Latina»(17).
Pese a todo, La escopeta nacional todavía mantiene notables dosis de la mala uva de Azcona. Por otro lado el magistral dominio que el guionista siempre ha demostrado a la hora de estructurar los guiones más enrevesados, de encadenar un sinfín de acciones paralelas sin denotar la más mínima arritmia, son lo más valioso de sus últimas películas en común, aunque sus historias se vayan deslizando hacia el terreno más trillado y el tópico más evidente. Los personajes secundarios (nadie como Azcona ha creado una galería de secundarios tan rica en el cine español) pierden matices y son cada vez más planos.
Tras la primera entrega de la trilogía, las siguientes -Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982)- abundan en más de lo mismo, perdiendo la capacidad de sorpresa y la frescura de los personajes de La escopeta nacional. Berlanga quiere retratar en su saga «la España arribista y parasitaria que trata de sobrevivir a su desplazamiento histórico mientras asiste, sumida ya en la picaresca, a los últimos años del franquismo y a la transición democrática»(18). Lo que ocurre es que lo hace con una postura demasiado condescendiente para con sus personajes y en unos años en que las bromas fáciles a las que recurre han perdido efectividad.
Otro tanto se podría decir de La vaquilla (1985). En el guión que Berlanga había dejado inconcluso un cuarto de siglo antes (según él escrito en parte con Pedro Beltrán y en parte con Azcona), se contaban las peripecias de una banda cómico-taurina que inadvertidamente pasa del bando republicano al nacional y viceversa, para verse siempre en la tesitura de adaptarse a los himnos de cada uno de los bandos. Cuando finalmente consiguen escapar a Francia huyendo de la contienda, los gendarmes que les detienen les obligan a interpretar «La Marsellesa». La vaquilla acaba siendo más condescendiente y la efectividad irónica de aquel guión pierde gas en aras a un cada vez más gastado costumbrismo, que se volverá a repetir en la historia de industriales turroneros de Moros y cristianos (1987).
La ruptura profesional entre ambos la ha atribuido Berlanga al agotamiento de Azcona y no le falta razón, aunque quizás ese agotamiento esconda un paulatino alejamiento entre dos mundos progresivamente distantes entre sí.
De la cripta de la memoria
Según ha contado el propio realizador, Saura ya había querido colaborar con Azcona en la adaptación de El Jarama, de Sánchez Ferlosio, que debía ser producida por Elías Querejeta, omnipresente en su cine durante muchos años. Aquel proyecto no se pudo llevar a cabo y el director aragonés llamaría al guionista para que reordenase el guión que, junto a Angelino Fons, había escrito y que daría lugar a Peppermint frappé (1967). Azcona se limitó a reestructurar un guión con el que sus autores se encontraban empantanados. Con su siguiente trabajo en común, La madriguera (1969), Azcona también se incorpora a posteriori, aunque esta vez interviniendo directamente en la escritura del guión, cuando ya Saura y Geraldine Chaplin llevaban un tiempo con él.
De esta forma, Azcona entra en principio un poco de refilón en el particular mundo del director aragonés. En los seis largometrajes en que intervinieron juntos están sin duda presentes varias de las constantes del escritor riojano, desde la mirada un tanto morbosa hacia la mujer y el sexo, una ácida crítica hacia el matrimonio o la familia, una notable crueldad en el tratamiento de determinados personajes o la presencia contundente de la muerte, una muerte pocas veces «natural». Si exceptuamos el caso especial de ¡Ay, Carmela! (que por otro lado fue realizada en 1990, años después de las otras cinco), con Saura se sumerge en un mundo plagado de imágenes oníricas en el que se entronizan la ruptura con la linealidad temporal, el constante juego de las suplantaciones, la dislocación de la frontera entre realidad y fantasía y un cripticismo en ocasiones incluso claustrofóbico.
Como en sus trabajos con el Ferreri posterior a Se acabó el negocio, Azcona se ve arrancado de nuevo de la realidad que siempre ha supuesto el sustrato preferido de su mirada. También como con Ferreri, suelta de la mano a sus personajes más populares para pegarse al cogote de una burguesía media que el desarrollismo franquista comenzaba a generalizar. Por último, también como con el realizador italiano, Azcona se ve arrastrado por los meandros del simbolismo.
En el cine de Saura los personajes de Azcona pierden encarnadura. La acumulación de símbolos les convierten en tipos, que en Ana y los lobos (1973) llegan a perder el más mínimo pliegue personal. En este film Femando es una personalización de la religión más ensimismada; Juan, de la sexualidad reprimida y obsesiva; José, del ejército. Los tres se alzarán contra Ana, el soplo de aire fresco (la disidencia frente al régimen) que intenta ventilar la atmósfera asfixiante del viejo caserón familiar (la España franquista), hasta destruirla.
El pasado irrumpe una y otra vez de forma traumática en el presente, provocando una atmósfera de irrealidad. Si Peppermint frappé bascula entre la realidad y la fantasía a los sones de los tambores de Calanda, en La madriguera el pasado va apoderándose del presente hasta dinamitarlo, en El jardín de las delicias (1970) se confunden un presente amnésico y un pasado relegado al olvido y en La prima Angélica (1974) el personaje de Luis/Luisito hace saltar por los aires la lógica temporal.
De nuevo Saura, como antes Ferreri y Berlanga, es consciente de las notables diferencias entre ambos: «Azcona es un hombre exigente, trabajador y sensible y su colaboración ha sido fundamental en parte de mis filmes, pero somos personas diferentes y poco a poco nos hemos dado cuenta de que esas diferencias podían empañar nuestra colaboración»(19).
Aún trabajarían años después en ¡Ay, Carmela!, pero en esta ocasión Saura buscaba de nuevo, más que el mundo personal de Azcona, su solvencia como guionista. Según él, tenía aparcado hacía tiempo su guión «Esa luz», sobre la Guerra Civil, cuando vio la obra de Sanchís Sinisterra en que se basa la película. Quiso adaptarla, pero se sentía incapaz de hacerlo solo. Nadie mejor que Azcona para dar «aire» a la historia y poblarla de su particular mundo de personajes secundarios. La génesis del film difiere un tanto, si nos atenemos a la versión de Azcona, que se puede leer en la entrevista contenida en este monográfico.
Cajón de sastre
En una filmografía que camina con paso firme hacia el centenar de películas, sobra decir que Azcona ha trabajado en el cine español con muchos más realizadores de los citados, que sin duda son los más significativos de la primera parte de su obra. Urge pues acelerar el paso. El espacio apremia.
Vuelto a España para recomponer el atascado guión de Peppermint frappé, Azcona simultanea sus citados trabajos con Saura y Berlanga con una larga y fructífera actividad en la que de todo hay. Como muestra, las películas en las que interviene en los últimos años sesenta y la primera mitad de los setenta.
Tras la aventura argentina de La boutique / Las pirañas, Azcona va a Barcelona de la mano de Muñoz Suay. Son los años dorados de la Escuela de Barcelona y Muñoz Suay quiere dar entonces viabilidad industrial al selecto movimiento, abriéndolo a la industria cinematográfica madrileña. El intento se llama Tuset Street (1968, comenzada por Jorge Grau y finalizada por Luis Marquina, tras el golpe de mano de su protagonista, Sara Montiel, que a su vez intervenía en la producción), una especie de historia del mítico Molino. El resultado acabó estando muy lejos del proyecto original, pero Azcona no se limitó a su colaboración con Grau en este guión. Aunque no figure acreditado en ella, intentó dar forma al caótico material que acabaría siendo Lejos de los árboles (Jacinto Esteva, 1963-1970). Parece, sin embargo, que su trabajo no gustó al realizador, y es difícil saber hasta qué punto quedó algo de él en el montaje final. También escribiría otro guión para Esteva, «Ícaro», una historia ambientada en Ibiza, que no llegaría a realizarse(20).
De vuelta a Madrid, Azcona colabora de nuevo con Querejeta, embarcado en una película de sketchs, Los desafíos (1969), que dirigieron tres alumnos de la EOC, Claudio Guerín Hill, Víctor Erice y José Luis Egea, a partir de la propuesta del protagonista, el actor norteamericano Dean Sealmier, que corría con los gastos de producción. Aunque parece que Azcona y Erice no se entendieron en el guión del episodio de éste, que según Querejeta acabó escribiendo el realizador en solitario(21), lo cierto es que los tres episodios parten de una propuesta en común: la del sexo como desencadenante de una muerte violenta, algo evidentemente de lo más azconiano.
Inmediatamente Azcona escribe con Antxon Eceiza el guión de Las secretas intenciones (1970), que dirige el segundo, también producida por Querejeta. De nuevo sexo y muerte, esta vez en forma de suicidio, se emparentan en el mundo de Azcona, en una película claramente influida por la estética de la nouvelle vague francesa, protagonizada además por Jean-Louis Trintignant y Haydée Politoff. Un tema, el del suicidio, presente en muchas otras películas de Azcona: L'uomo dei cinque palloni (Break Up, erotisme et ballons rouges, 1965), La Grande Bouffe / La gran abbuffata, Tamaño natural / Grandeur Nature / Life Size, el capítulo de Erice de Los desafíos, El anacoreta / L'Anachorète, Belle Époque (1992)... En la dureza escabrosa del film, Azcona introduce una genial cuña de humor negro en la secuencia en la que López Vázquez se lamenta al borde de la carretera, mientras en la cuneta arde su coche. Cuando el protagonista le pregunta qué le ha pasado, contesta: «Nada. A mí, nada. Mi mujer, su madre, su hermana», para pedir sin solución de continuidad: «¿Tiene un pitillo?». Cosas de Azcona.
Frente a estos filmes de una u otra forma contra corriente, Azcona empalma cuatro guiones con y para el realizador José María Forqué. Son películas que van desde la comedia de destape al género policiaco, en todo caso salvadas parcialmente de su rotunda vocación comercial gracias al buen hacer de su realizador. Las primeras, traspasadas de una corrosiva crítica a la hipocresía moralizante de la época, especialmente lograda en el retrato del ambiente provinciano de Úbeda en el que se desarrolla El monumento (1970) y con toques esperpénticos como el amago de striptease de Carmen Sevilla, rodeada de gallinas y melones, en La cera virgen (1972). Las segundas, con la muerte una vez más como protagonista: El ojo del huracán / La volpe dalla coda di velluto (1971) y Tarots / Angela (1973).
El lustro largo se completa, siempre aparte de sus colaboraciones con Berlanga, Saura y Ferreri, con sendos fracasos, tanto comerciales como de crítica, para sus respectivos realizadores: El poder del deseo (1975), uno de los agujeros negros dentro de la filmografía de Bardem, y La adúltera (1975), primer comportamiento esquivo de la taquilla para con Roberto Bodegas, uno de los integrantes de la denominada «tercera vía». Entre ambos, La revolución matrimonial (J. A. Nieves Conde, 1974), donde las posibilidades del guión de Azcona son desaprovechadas por el realizador de la mítica Surcos (1951), muy lejos de sus mejores momentos, aun cuando Azcona tenga a esta película en alta estima.
Avanzados los setenta, Azcona firma, junto con su realizador, los guiones de los dos mejores filmes de Pedro Olea, Pim, pam, pum... ¡fuego! (1975) y Un hombre llamado Flor de Otoño (1978). Basada la primera en una idea original de Olea y la segunda en la obra teatral Flor de Otoño, de José María Rodríguez Méndez, ambas coinciden en mostrar dos negros momentos de la proverbial intolerancia de la historia española de este siglo. La primera, los más crueles años de la posguerra -miseria, miedo y estraperlo-, cuando las esperanzas de la resistencia interna se desvanecen ya; la segunda, los duros tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. En ambos casos el poder no se limita a hacer imposible cualquier disidencia política, sino que sirve también de excusa para imponer sus férreas doctrinas morales o los intereses personales más torvos.
En ambas películas sexo y muerte vuelven e estar irremediablemente unidos. Si Lluís, el protagonista de Un hombre llamado Flor de Otoño, es ajusticiado no sólo por su condición de militante anarquista, sino además por su escandaloso alarde nocturno de homosexualidad, Luis, el maquis al que la Paca esconde, es asesinado no por su disidencia, sino por osar acercarse a la más preciada posesión del todopoderoso don Julio. Este último se convierte en merecedor de aparecer en la más selecta galería de pérfidos de la historia del cine español. El cinismo que proviene de la conciencia del poder ilimitado que detenta, le hace escuchar sin inmutarse de los labios de la Paca: «Si tengo que acostarme contigo lo haré, pero escupiéndote». Julio representa al régimen que ve en cualquier atisbo de oposición, siquiera personal, la lucha del vuelo de la libélula contra la fuerza de un ciclón. En el otro extremo, el padre de Paca, lisiado por culpa de la metralla de una bomba durante el asedio de Madrid, traga la hiel de su odio con tragos de miseria y humillación.
En una conversación entre Juan Esterlich y el productor Alfredo Matas, éste propuso a aquél que dirigiese para él un spaghetti western con un presupuesto de catorce millones, a lo que el siempre ingenioso Esterlich contestó que con ese dinero sólo se podría hacer una película que se desarrollase en un retrete. Cuando el realizador le contó la anécdota a Azcona, éste desempolvó de su memoria un cuento que había publicado en La Codorniz y que se desarrollaba precisamente en un cuarto de baño. Así nació El anacoreta / L'Anachorète (1976), la historia de una autorreclusión, que, rápidamente, Azcona relacionó con la espléndida Las tentaciones de San Antonio, de Flaubert. La asunción extrema de la propia reclusión por parte del protagonista (magistralmente interpretado por Fernán-Gómez) es uno de los filmes más inclasificables del cine español y uno de los guiones más complejos y atinados de Azcona. Una vez más el sexo, en forma de una moderna y voluptuosa reina de Saba, es la causa de la destrucción del mundo durante tanto tiempo cerrado y autosuficiente del protagonista y, en última instancia, de su muerte.
De Mi hija Hildegart (Fernán-Gómez, 1977), no fue seguramente su reflexión acerca de las ideas pedagógicas de una mujer que concibe como su único destino en la vida la creación de una mujer perfecta (su hija, educada para ello desde su mismo nacimiento), libre, feminista radical y superdotada, lo que atrajo a Azcona para escribir junto a Femán-Gómez el guión, basado en Aurora de sangre, de Eduardo de Guzmán, a su vez inspirado en un hecho real, ocurrido durante la República. Lo más azconiano de este film, que no figura entre lo mejor de la obra de su tan a menudo genial realizador, es la relación morbosa y enfermiza entre madre e hija. En cierto modo ambos cineastas desaprovechan la ocasión de cargar las tintas en esa madre castradora y egoísta, en cuyas manos su hija no es más que una criatura forjada al margen de la sociedad, por encima de la naturaleza misma. Por supuesto, el experimento no resultará y la criatura será destruida por su creadora.
La entrada de Azcona en la década de los ochenta se produce de la mano del oportunista Pedro Masó. Escribe para él cinco guiones para otras tantas películas: La miel (1979), La familia, bien, gracias (1979), El divorcio que viene (1980) y 127 millones libres de impuestos y Puente aéreo (ambas de 1981), que poco añaden a su obra. En este último año, participa en el guión de Bésame, tonta (Femando González de Canales), a mayor gloria del cantante y actor Javier Gurruchaga.
Nuevos compañeros de camino
En 1985 Azcona se había distanciado de sus tres más viejos compañeros de viaje. Todavía trabajaría dos años después con Berlanga en Moros y cristianos, pero ya entre ambos la sintonía de otros tiempos había ido desapareciendo paulatinamente. Al año siguiente, Ferreri le llamaría por última vez para que participase con él en Los negros también comen / Come sono buoni i bianchi / Y'a bon les blancs. Por su parte, su postrera colaboración con Saura en ¡Ay, Carmela! quedaba lejos, en todos los sentidos, de su obra anterior.
Pero ese mismo año Azcona escribe su primer guión con José Luis García Sánchez, al año siguiente se estrenará como colaborador de Fernando Trueba y, en 1987, de José Luis Cuerda. Particularmente los dos primeros pasarán a formar parte de su «compañía estable», compañeros no sólo de profesión, sino también de mantel, algo esencial para entender al guionista riojano. Una compañía a la que tendrán el gusto de pertenecer, de una manera u otra, personajes como Manuel Vicent, David Trueba o Manuel Gutiérrez Aragón.
La identificación entre Azcona y García Sánchez fue fulminante y se extiende ya a diez películas y dos episodios de televisión. Pero es que además los nombres de García Sánchez y el mayor de los Trueba se mezclan en la base de los argumentos de las películas de uno y otro. Los tres se reúnen para comer y, de la conversación, van surgiendo las historias que invariablemente el maestro Azcona convertirá en páginas de guión y uno de sus dos compañeros en imágenes. Ha nacido así una nueva etapa en la filmografía de Azcona, que tiene pintas de durar mucho tiempo. Juntos llevan década y media escribiendo y filmando un cine libre, corrosivo, de un humor ácido y una mirada corrosiva. Cada vez son más los espectadores que esperan el último resultado de esas comidas de los jueves.
Tras cinco años de inactividad tras la realización de Dolores (1980), un documental codirigido con Andrés Linares sobre La Pasionaria, García Sánchez vuelve a la realización con La corte de faraón (1985), que supone la incorporación a su cine de Rafael Azcona. Mezclando con habilidad la zarzuela del mismo nombre con la detención y estancia en una comisaría de policía, en pleno franquismo, de toda la compañía, Azcona y García Sánchez dan rienda suelta a una descacharrante e irónica sucesión de gags, enlazados con habilidad y servidos por una galería de personajes que nos hacen retroceder hasta el mejor Azcona. En la línea del cine coral que el guionista había desarrollado con Berlanga, pero eliminando buena parte de la amabilidad de sus últimas colaboraciones con el director valenciano, la causticidad azconiana vuelve a enseñorearse de la historia.
Con mayor o menor fortuna, ésa será la línea que siga la frondosa colaboración entre guionista y realizador. Si Hay que deshacer la casa (1986) o El vuelo de la paloma (1989) quedan a medio camino de sus pretensiones, Pasodoble (1988) vuelve a la carga con una notable dosis de iconoclastia. La familia que, expulsada de su chabola ocupa el museo cordobés en el que en su día vivió el príncipe que tuvo a la abuela como amante, y los conservadores y administradores del museo, ayudados por un par de inexpertos policías en el cerco de los «ocupas» vuelven del revés el calcetín de la normalidad en una apacible Córdoba. Burla, burlando, la moral sexual, la Iglesia, la autoridad, el poder económico, son puestos en solfa sin piedad.
Si Tirano Banderas (1993) hace aguas y se queda simplemente en una aseada traslación a la pantalla de uno de los escritores con quien más a menudo se ha emparentado, y con razón, al escritor riojano, también es cierto que a lo largo del film hay destellos que acercan la escritura de Azcona al esperpento valleinclanesco, sobre todo en lo que hace a la construcción de algunos de sus personajes. En descargo de los autores, hay que decir que de lo arduo de la empresa da cuenta la dificultad que siempre lleva consigo la representación del torrente verbal e imaginario del genial novelista y dramaturgo gallego. De hecho, nunca Valle-Inclán ha sido llevado al cine con un mínimo de éxito. El propio García Sánchez lo había intentado años antes, aún con menor fortuna, nada menos que con Divinas palabras (1987), la obra que siempre soñó filmar, aunque nunca se atrevió, el mismísimo Ingmar Bergman. Durante mucho tiempo se consideró irrepresentable el teatro de Valle y así permaneció(22). El cine no ha tenido mejor suerte.
Mientras El seductor (1995) da la impresión de ser un proyecto no deseado y hecho, por tanto, como para salir del paso, las andanzas de Juan y Pepe en Suspiros de España (y Portugal) (1995) y Siempre hay un camino a la derecha (1997), ampliadas a una tercera parte sin estrenar en el momento en que se escribe este artículo (Adiós con el corazón..., 2000), dan la impresión de todo lo contrario. Las aventuras de estos dos pícaros de nuestro tiempo tienen la vocación de convertirse en una crónica irónica e irreverente de la sociedad española actual.
Entre las dos entregas de la saga, Azcona adapta para él la novela de Vicent Tranvía a la Malvarrosa (1996), historia iniciática basada en las experiencias juveniles del autor en Valencia. Fuertemente narrativa (la voz en off del narrador, que no es sino el protagonista ya adulto), evoca una sociedad sofocante en lo político y religioso, de la que ese protagonista escapa a través de su iniciación al sexo y sus primeros pasos en la literatura. Una historia poblada de personajes entrañables, miserias que se van desvelando en toda su crudeza, el conocimiento de una sociedad miserable e intolerante y duros contactos con la realidad, como la asistencia a la ejecución por garrote de un asesino retrasado mental, condenado por la violación y asesinato de una niña.
Azcona no había frecuentado demasiado la televisión. En 1983 colaboró en los guiones de algunos de los capítulos de la serie de Mario Camus Los desastres de la guerra. Por otro lado, en Italia trabajó en dos ocasiones para Maurizio Scaparro, en Don Chisciotte (1984), versión de la novela de Cervantes que también adaptó al teatro para él, y en Adriano, ritratto di una voce (1988), basado en Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. Para García Sánchez ha escrito los respectivos guiones de los dos episodios que éste dirigió para la serie producida por Fernando Trueba «La mujer de tu vida». Se trata de La mujer infiel (1989) y La mujer cualquiera (1992). Desde 1998 ambos planean hacer una serie televisiva, en capítulos de una hora, basada en relatos breves de Manuel Vicent. Ambos, director y guionista, han mostrado en más de una ocasión su preferencia por las «distancias cortas», por lo que habrá que esperar que el proyecto fructifique.
Con Trueba como realizador, Azcona ha colaborado en tres largometrajes, todos ellos situados en la primera mitad del siglo XX. Si El año de las luces (1986) se sitúa en los primeros años de la posguerra y Belle Époque (1992) en los días previos a la proclamación de la Segunda República, La niña de tus ojos (1998) nos traslada a la Alemania nazi, durante la Guerra Civil española. En todas ellas, en mayor medida en la oscarizada Belle Époque, se reivindica un espíritu libertario con especial énfasis en el terreno sexual. Son los tres filmes de un optimismo vital, que no desdice su afilada crítica a las costumbres más pacatas. A la sordidez, vista desde la mirada iniciática de su adolescente protagonista en El año de las luces, se contrapone con rotundidad la joie de vivre que reina a lo largo y ancho de Belle Époque y, en cierto sentido, entre la troupe cinematográfica de La niña de tus ojos. Quizás no exista entre Trueba y Azcona la afinidad personal que se percibe entre este último y García Sánchez, pero en todo caso la personalidad de ambos se complementa con una fortuna que augura nuevos proyectos en común.
El bosque animado (1987) es la primera de las dos colaboraciones hasta el momento entre Azcona y José Luis Cuerda. Basada en la novela de Wenceslao Femández Flórez, es una historia a mitad de camino entre cierto costumbrismo y una marcada tendencia hacia lo fantástico, que Azcona maneja con su habitual maestría, aunque lejos de sus momentos más ásperos. Algo parecido ocurrirá, en otro registro, en La lengua de las mariposas (1999), situada en la Galicia rural de los meses anteriores al estallido de la Guerra Civil. Esta vez las ansias libertarias, representadas por el viejo maestro que interpreta Fernán-Gómez, se verán cruelmente abortadas por la aparición del incipiente nuevo régimen, que concita, por medio del terror, las adhesiones más vergonzantes. Azcona construye un guión sin fisuras, algo en absoluto sencillo si tenemos en cuenta que partía de tres narraciones distintas del novelista gallego Manuel Rivas.
Otros trabajos
Desde finales de los ochenta hasta el presente, la actividad de Azcona alcanza a otra amplia nómina de realizadores con los que en ningún caso ha trabajado en más de una ocasión. Los títulos son El pecador impecable (1987), único largometraje del productor, cortometrajista y crítico Augusto Martínez Torres; Soldadito español (1988), del pocas veces interesante Antonio Giménez Rico; Sangre y arena (1989), de Javier Elorrieta, nueva versión de la novela de Blasco Ibáñez (y van... ), cuyo guión escribió con el desaparecido Ricardo Franco; Gran slalom (1996), un film fallido del más que apreciable Jaime Chávarri; La Celestina (1996), versión demasiado académica y preciosista de la obra de Fernando de Rojas, a cargo de Gerardo Vera; Pintadas (1997), de Juan Estelrich, Jr.; En brazos de la mujer madura (1997), de Manuel Lombardero, adaptación un tanto frustrada de la novela de Stephen Vizinczey; Una pareja perfecta (1997), nueva adaptación, esta vez de Diario de un jubilado, de Delibes, dirigida por Francesc Betriú.
Entre ellas, escribe el guión de El rey del río (1995), a partir de un argumento de García Sánchez y Gutiérrez Aragón, única película de este último en la que ha participado hasta el momento. Se trata de una nueva historia iniciática, centrada en el recorrido de César desde la infancia a la juventud. César, que se sabe, en silencio, adoptado por los que se suponen sus padres, vive su llegada a la edad adulta en un mundo personal, en el que la fantasía y el sexo son bazas determinantes. Azcona adapta su lenguaje a un tono apacible donde todo ocurre de alguna manera en los sótanos de la consciencia. Finalmente César elegirá el camino del triunfo, alentado por el brillo del poder de los vecinos y el rechazo de Elena, dejando atrás a Fernando, el hermano que, él sí, permanecerá en el pueblo, junto al río.
1. M. de las Rivas: «La poética juvenil de Rafael Azcona», incluido en Rafael Azcona, con perdón (Luis Alberto Cabezón, coordinador). Ed. Gobierno de La Rioja/Instituto de Estudios Riojanos. Logroño, 1997, p. 123.
2. Memorias de sobremesa. Conversaciones de Ángel S. Harguindey con Rafael Azcona y Manuel Vicent. Ed. El País-Aguilar. Madrid, 1998, pp. 93-94.
3. Ibídem. p. 19.
4. Ibídem. p. 21.
5. Ibídem. pp. 24-25.
6. «Sin Azcona. Conversación con Luis García Berlanga», entrevista realizada por L. A. Cabezón, en op. cit. nota 1, p. 75.
7. Santiago San Miguel y Víctor Erice: «Rafael Azcona, iniciador de una nueva corriente cinematográfica». Nuestro Cine, número 4, 1961.
8. Op. cit. nota 6, p. 78.
9. «La importancia de llamarse Azcona». Entrevista realizada por José Ángel Esteban y Carlos López para la revista Academia, número 5, enero de 1994, reproducida en: Rafael Azcona, guionista, de Benito Herrera y Víctor Iglesias. Ed. XXIX Muestra Cinematográfica del Atlántico. Cádiz, 1997, p. 27.
10. De su crítica de La escopeta nacional, aparecida en Fotogramas, número 1.562, 22 de septiembre de 1978, reproducida en José Luis Guarner. Autorretrato del cronista (edición a cargo de Lluís Bonet Mojica, Jos Oliver, Esteve Riambau y Casimiro Torreiro). Ed. Anagrama. Barcelona, 1994.
11. Román Gubern: «Rafael Azcona», en op. cit. nota 1, p. 58.
12. Op. cit. nota 2, p. 88.
13. Lo que para nada cuestiona su valor como escritor. Francisco Umbral («El cine o Azcona», en op. cit. nota 1, p. 62) escribe: «Azcona es un genio ignorado y el mejor escritor de la generación de los cincuenta», para afirmar más adelante que «es el escritor invisible y ahí tendría su mejor guión».
14. Respecto a este tema es especialmente pertinente la lectura del trabajo de Esteve Riambau «El ciclo biológico del animal ferreriano», incluido en el jugoso libro colectivo Antes del Apocalipsis. El cine de Marco Ferreri, coordinado por el propio Riambau. Ed. Cátedra/Mostra de Cinema del Mediterrani. Madrid, 1990, pp. 103-110.
15. En «Cuatro palabras con Azcona», entrevista contenida en Otra vuelta en El cochecito (edición a cargo de Bernardo Sánchez). Ed. Gobierno de La Rioja/Ayuntamiento de Logroño. Logroño, 1991, p. 210.
16. Entrevista concedida a Augusto Martínez Torres y Vicente Molina Foix para Nuestro Cine, número 69, enero de 1968. Reproducida en op. cit., nota 9, p. 41.
17. Declaraciones a La Mirada, número 4, 1978, citada en op. cit. nota 9, p. 118.
18. Carlos F. Heredero: «Azcona frente a Berlanga. Del esperpento negro a la astracanada fallera», en op. cit. nota 1, p. 321.
19. Declaraciones a Fotogramas, número 1287, julio de 1975, citado en op. cit. nota 9, p. 51.
20. Para entender este periodo es indispensable el libro de Esteve Riambau y Casimiro Torreiro Temps era temps. L'escola de Barcelona i el seu entorn. Ed. Generalitat de Catalunya. Departament de Cultura. Barcelona, 1993. Existe una reciente, y ampliada, traducción al castellano.
21. Según declaraciones a Jesús Angulo, Carlos F. Heredero y José Luis Rebordinos en Elías Querejeta. La producción como discurso. Ed. Filmoteca Vasca/Fundación Caja Vital Kutxa. San Sebastián, 1996, p. 127.
22. Hay que recordar que en numerosas ocasiones los textos teatrales de Valle dan lo mejor de sí mismos en las «explicaciones» paralelas a la acción, lo que equivaldría a las anotaciones de los guionistas al margen de los diálogos. Valle no se limitaba a sus textos, como Shakespeare, sino que «veía» sus obras representadas, lo que supone unas cadenas demasiado pesadas para sus adaptadores. Personalmente intuyo que, pese a todo, es precisamente el cine el más capacitado para llevar a cabo esa difícil tarea y, desde luego, pienso que Azcona sería el cineasta que mejor llevaría a cabo tal empeño.
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